31 de Enero de 1998 | LA NACION
En Salta, a orillas del río Salado, donde se creía que cualquier construcción antigua había sido barrida por la maleza, un grupo de investigadores del Museo de La Plata dio con algo impensado. Habían ido a buscar sitios para excavar, pero ante sus ojos aparecieron numerosas ruinas de las misiones jesuíticas y fortificaciones del siglo XVIII.
Restos de muros, columnas tumbadas y hasta la sacristía de una iglesia son algunos de los inesperados tesoros que hallaron los miembros de la División Antropología del museo platense.
«Creíamos que sólo veríamos montículos de tierra, pero encontramos cosas increíbles», dijo a La Nación el etnógrafo Alfredo Tomasini. El hallazgo es uno de los más importantes en muchos años.
Sorprendente descubrimiento de investigadores del Museo de La Plata en Salta
Se trata de fortificaciones e iglesias construidas a lo largo del río Salado en el siglo XVII; estaban ocultas por la maleza.
Arqueólogos y etnógrafos del Museo de La Plata creían que ya no quedaba nada en pie. Que allí, en el sudeste de Salta, un olvido de más de dos siglos había enterrado todo bajo los sedimentos.
Pero no. Ante sus ojos aparecieron restos de muros, columnas tumbadas y lo que fue la sacristía de una iglesia. Todo construido con el inconfundible estilo en que lo hacían los jesuitas.
El descubrimiento, que acaba de darse a conocer, surgió a partir de una idea de los miembros de la División Antropología del museo platense, entre los que se encuentran los doctores Horacio Calandra y Alfredo Tomasini, arqueólogo el primero y etnógrafo el segundo. El paso inicial fue realizar un viaje de reconocimiento para explorar las costas del río Pasaje-Salado, conocidas durante los años de la colonia como «la frontera». Una zona hoy inhóspita, olvidada desde siempre por los científicos.
«El río Salado era una verdadera frontera -explicó Tomasini en diálogo con La Nación -. Hasta allí llegaba la gobernación de Tucumán. Pero al este del río comenzaba el desierto del Gran Chaco, una región inexplorada, llena de indígenas belicosos.»
Precisamente, fue esa conflictiva convivencia la que dio impulso a la construcción de un puñado de fuertes y misiones religiosas por parte de los españoles. Sin embargo, con los años la región cayó en el olvido, para luego volverse rica en leyendas de ciudades perdidas y tesoros.
A ambos lados de la frontera
Los investigadores saben que, a su tiempo, aquel lugar también sirvió de frontera para las culturas indígenas: de un lado se encontraban las andinas y del otro, las del Chaco.
«Había, por ejemplo, lules y vilelas, etnias con un patrimonio cultural igual al de los grupos chaqueños, pero con lenguas similares a las andinas», agregó Tomasini, que al igual que Calandra es investigador del Conicet.
El problema es que se sabe muy poco de estos indígenas. «Por eso, vamos a excavar y a recuperar sus cerámicas -interrumpió el arqueólogo-. Queremos estudiarlas para poder establecer relaciones con los otros grupos aborígenes de la región.»
Casi desde el comienzo de la conquista, la frontera había estado relativamente resguardada por la población del Esteco, una ciudad emplazada en una posición doblemente estratégica: cuidaba a la gobernación del posible paso de los malones y, por otra parte, era una buena escala para quienes viajaban hacia las grandes ciudades del Norte.
Pero el Esteco desapareció cuando expiraba el siglo XVII. Lo que no se perdió fue la necesidad de defender la frontera. Por eso, con los primeros años del siglo XVIII comenzaron a florecer fortificaciones a lo largo del río Salado, en muchos casos acompañadas de misiones jesuíticas. Una aquí y otra kilómetros más allá. Era un sistema de defensa completamente ineficiente, pero así funcionaba.
¿Cómo era la vida en aquellos lugares? «No debía de ser fácil -arriesgó Calandra-. Los fuertes se defendían quizá con una docena de soldados y un par de cañones. Para colmo, muchos militares eran delincuentes enviados allí para pagar por sus delitos.»
«Dentro de las misiones predominaban los lules y los vilelas -continuó Tomasini-. En el lugar había indígenas, españoles, hijos de españoles y mestizos, que seguramente sentaron las bases genéticas de la posterior población criolla de la zona.»
El bolso de las dudas
El gran quiebre histórico se produjo con la expulsión de los jesuitas, en 1767. A partir de ese momento, las misiones que no desaparecieron fueron convirtiéndose lentamente en pequeños poblados. Mientras tanto, la presencia militar dejaba de ser importante a medida que la frontera se desplazaba hacia el Este para sumergirse en las entrañas del Chaco.
Cuando Calandra y Tomasini recorrieron la región por primera vez, se planteaban analizar toda esa mezcla de culturas que alguna vez había dado vida a la frontera. «La región andina está muy estudiada y los arqueólogos muchas veces creemos que las respuestas a ciertos interrogantes los podríamos encontrar en esas tierras que nadie se ocupó de investigar -explicó Calandra-. El sitio se convirtió en algo así como el bolso donde se guardaban todas las dudas. Y ya era hora de dar por terminado el asunto.»
Provistos de antiguos mapas y documentos, los investigadores recorrieron la región. «Creíamos que sólo veríamos montículos de tierra, pero encontramos cosas increíbles -dijo Tomasini-. Por ejemplo, restos de la iglesia de la reducción de San Juan Bautista de Valbuena y el acceso a la sacristía o las ruinas de la iglesia de San Esteban de Miraflores.»
Los protagonistas de este descubrimiento esperan comenzar las excavaciones en marzo próximo.
«Creemos, incluso, que todo esto podría convertirse en una veta turística para la región. Eso sí, primero tenemos que trabajar nosotros para conservar el patrimonio cultural», concluyó Calandra.
La historia de Esteco y una leyenda de 300 años
Mucho se ha hablado en el Noroeste de los tesoros del Esteco. Su dorada historia, sin embargo, tiene un inicio poco glorioso.
Corría 1566 cuando un grupo de rebeldes al gobernador Alvarez de Aguirre fundó la ciudad de Cáceres. Por supuesto, no hubo ceremonia oficial ni formalidades como las que exigía la corona española. Por ello, años más tarde la ciudad fue refundada, ahora sí como correspondía, y bautizada como Nuestra Señora de la Talavera.
Hacia 1592, cerca de allí, nació un segundo caserío: la Villa de la Nueva Madrid. En 1609, las dos ciudades se fundieron y, unidas, fueron trasladadas a su emplazamiento definitivo. El nombre oficial, que por supuesto también sonaba a conquista, fue el de Nuestra Señora de Talavera de Madrid. Pero para la gente de la región, el sitio era conocido simplemente como «el Esteco».
Además de estar ubicada en una especie de cruce de rutas Norte-Sur y Este-Oeste, la elección del lugar probablemente tuvo que ver con cuestiones estratégicas. Había que avanzar hacia el Chaco y, al mismo tiempo, contener los malones de mocovíes. Al parecer, así llamaban los españoles a cualquier indígena, del mismo modo que los griegos llamaban bárbaros a todos los extranjeros.
Para entonces, algunos grupos aborígenes habían aprendido a utilizar el caballo (los llamados «indios caballeros») y eso los animaba a una guerra ofensiva contra los españoles que causó muchas pérdidas a los vasallos del rey.
Herraduras de oro
Pero a fines del siglo XVII las rutas cambiaron de lugar y el Esteco se entregó a una decadencia de la que jamás se recuperaría. En los años 80, la ciudad sufrió un feroz ataque por parte de los indios y, en 1692, un terremoto le dio el golpe de gracia. Los últimos habitantes rumbearon al Oeste, hacia la zona de la actual Rosario de la Frontera, en Salta.
«Y entonces nació la leyenda -contó Alfredo Tomasini, uno de los descubridores de las ruinas jesuíticas-. Se decía que los pobladores del Esteco habían sido muy opulentos. Tanto que herraban sus caballos con oro. Pero difícilmente haya ocurrido algo así: la zona no tenía ese metal y la moneda de cambio más frecuente era la tela de algodón.»
Actualmente, el sitio en donde estuvo emplazada Esteco es conocido por los científicos, aunque hasta el momento ninguno haya excavado allí. La ubicación de la ciudad antes de su traslado todavía está en discusión.
Diferencias
¿En qué se diferenciaba una misión jesuítica en la zona del litoral de las que había en las fronteras del río Salado?
«Las primeras eran mucho más espectaculares y estaban habitadas por guaraníes, que eran agricultores, de hábitos sedentarios -explicó Alfredo Tomasini-. En cambio, en las de Salta, que eran más humildes que las primeras, predominaron los lules y los vilelas, que eran cazadores nómadas.»
Otra diferencia estaba dada por las actividades principales dentro de los muros. Las litoraleñas eran agrícolas. Las salteñas, ganaderas.
«Los aborígenes vivían en chozas fabricadas con ramas, como las que solían construir en el bosque -continuó-. Y los jesuitas, en viviendas de adobe o ladrillo.»
Fernando Halperin